La golosina del poder
James Cifuentes
En política la opinión y el criterio de evaluación de la gestión de un gobernante son cosas bien curiosas, porque dependen de sí se tiene o no el poder; los que gobiernan intentan perpetuarse publicitándose con las obras públicas, y los que se oponen, porque quieren gobernar, dicen y hacen lo que sea para enredar y hacer parecer que todo es un desastre.
El poder es una golosina y por ella se hace lo que sea, como ignorar elefantes, reformar la constitución a conveniencia, repartir notarías, asignar licitaciones a dedo, repartir recursos o “mermelada”, como ahora se le llama al clientelismo que siempre ha existido; en fin, tantas cosas que los ciudadanos de a pie ignoramos y que si supiéramos no dejarían bien parado casi que a ningún político, de este o de cualquier gobierno.
En medio de la tramoya que es la democracia al estilo colombiano, quienes nos inclinamos por cualquiera de las opciones de ver el mundo y la política, entre derechas e izquierdas, nos desgastamos y hasta nos enemistamos discutiendo y creyendo en diferencias que no existen; cuando la realidad es simple, la mitad de la población no ejerce el voto y la mayoría de los que si votan, no tienen una motivación programática sino que lo hacen porque hacen parte de una empresa política basada en intereses particulares y no públicos.
Me causa desconcierto el debate que por estos días se está dando sobre la corrupción, a raíz de los descubrimientos sobre la firma Odebrecht. Hoy en Colombia se habla de la corrupción como si fuera un fenómeno nuevo y casi que atribuyéndoselo al gobierno de turno, cuando se trata de un problema histórico que se origina en la forma de hacer la política, que básicamente consiste en mantener cautiva a una parte del electorado con base en el reparto de la burocracia, del tráfico de influencias y principalmente en la asignación de contratos.
Es una pena decirlo, que gran parte de los cargos de representación democrática, entiéndase congresistas, diputados y concejales, existen y subsisten para modular el reparto de la torta que significan las gestiones y los recursos del Estado.
Las vueltas que un político haga para conseguirle un puesto a un ciudadano es lo de menos; la vena rota son los grandes contratistas que financian campañas, incluso varias al mismo tiempo, para después, amañadamente y con cargo a los recursos del Estado, asegurarse el retorno de sus inversiones, con desmedro de la calidad de las obras y de los servicios que se les encomiendan.
En política la opinión y el criterio de evaluación de la gestión de un gobernante son cosas bien curiosas, porque dependen de sí se tiene o no el poder; los que gobiernan intentan perpetuarse publicitándose con las obras públicas, y los que se oponen, porque quieren gobernar, dicen y hacen lo que sea para enredar y hacer parecer que todo es un desastre.
El poder es una golosina y por ella se hace lo que sea, como ignorar elefantes, reformar la constitución a conveniencia, repartir notarías, asignar licitaciones a dedo, repartir recursos o “mermelada”, como ahora se le llama al clientelismo que siempre ha existido; en fin, tantas cosas que los ciudadanos de a pie ignoramos y que si supiéramos no dejarían bien parado casi que a ningún político, de este o de cualquier gobierno.
En medio de la tramoya que es la democracia al estilo colombiano, quienes nos inclinamos por cualquiera de las opciones de ver el mundo y la política, entre derechas e izquierdas, nos desgastamos y hasta nos enemistamos discutiendo y creyendo en diferencias que no existen; cuando la realidad es simple, la mitad de la población no ejerce el voto y la mayoría de los que si votan, no tienen una motivación programática sino que lo hacen porque hacen parte de una empresa política basada en intereses particulares y no públicos.
Me causa desconcierto el debate que por estos días se está dando sobre la corrupción, a raíz de los descubrimientos sobre la firma Odebrecht. Hoy en Colombia se habla de la corrupción como si fuera un fenómeno nuevo y casi que atribuyéndoselo al gobierno de turno, cuando se trata de un problema histórico que se origina en la forma de hacer la política, que básicamente consiste en mantener cautiva a una parte del electorado con base en el reparto de la burocracia, del tráfico de influencias y principalmente en la asignación de contratos.
Es una pena decirlo, que gran parte de los cargos de representación democrática, entiéndase congresistas, diputados y concejales, existen y subsisten para modular el reparto de la torta que significan las gestiones y los recursos del Estado.
Las vueltas que un político haga para conseguirle un puesto a un ciudadano es lo de menos; la vena rota son los grandes contratistas que financian campañas, incluso varias al mismo tiempo, para después, amañadamente y con cargo a los recursos del Estado, asegurarse el retorno de sus inversiones, con desmedro de la calidad de las obras y de los servicios que se les encomiendan.