jueves, 6 de julio de 2023

Miscelánea - Dulcemente



Por James Cifuentes Maldonado

Permanentemente me suelo cuestionar lo insospechado que es el transcurrir de los hechos y lo impotentes, lo leves y lo frágiles, que somos los seres humanos frente a los mismos. En un instante se dan los acontecimientos que dejarán su huella para siempre, en una comunidad, en una familia o en un individuo; en un segundo surge la vida, en un segundo se apaga, en un segundo se construyen los sueños, en un segundo sepultamos las ilusiones y despedimos para siempre las esperanzas.

A las 10 de la noche del pasado martes 27 de junio, después de estar desconectado de los dispositivos y de las noticias, por cuestiones de trabajo y de viaje, llego a mi casa, me dejo caer en el sofá y chequeo mi WhatsApp; con asombro, con incredulidad y, finalmente, con sobrecogimiento leo el titular que trae un enlace que me ha compartido un amigo y que trata primero de la desaparición y luego de la muerte de Hugo Armando Arango y de su hijo mayor, en circunstancias para ese momento no establecidas. La nota del medio digital señalaba que Hugo y Jerónimo habían salido de excursión a la zona de los parques, en inmediaciones de la Laguna del Otún, e inicialmente daba cuenta de un posible incidente a caballo, en el cual las víctimas habrían ido a caer a un despeñadero. Con esa terrible hipótesis y con el corazón roto, sin comer, me fui a la cama, a lidiar con el desconcierto y el insomnio.

Al día siguiente, miércoles, ya todo estaba aclarado, sin caballos, sin peñascos, sin traumas, sin violencia, Hugo y Jerónimo se habían ido. No sabemos si con cansancio o algo de desconcierto, en todo caso, la manera apacible en que los encontraron permite inferir, para un pequeño consuelo, que se fueron tranquilos, sin dolor; el padre, recostado en la base de un árbol, y el hijo, en la serenidad y la seguridad que se debió sentir morir en el regazo que quien le dio la vida. Este es el cuadro que Marcela, la mamá de Jerónimo, me describió con suprema ternura, incluso imaginando las circunstancias en que todo sucedió, suave y lentamente, hasta que el tiempo se detuvo para ellos, hasta que Hugo y Jerónimo se durmieron, en medio de un accidente, posible inhalación de gases tóxicos, del que, quizás, no se percataron.

Después de muchas horas de incertidumbre, de saber que ellos estaban desaparecidos, y ante la evidencia de la fatalidad, es la mejor imagen con la que nos podemos quedar.

Agradezco a Marcela que me haya dado el privilegio de acompañarla en la intimidad de su casa, en compañía de algunos de sus parientes y amigos más queridos, para elevar una oración y darle mi último adiós a Hugo y a Jerónimo. Por este medio le reitero que, aunque se trata de una pérdida inconmensurable, irreparable, esto que ha pasado no se siente como una tragedia; en el fondo del alma duele no poder ver más a Hugo Armando en su rol de líder y de servicio a la comunidad, vocación que le absorbió la vida, pues no lo vi hacer cosa distinta desde 1993, cuando lo conocí en la universidad. Duele no poder ver la materialización de los sueños y de los talentos de Jerónimo, que mostró ser diferente desde sus primeros años, porque, en el sentir de su mamá, Jero no era de este mundo.

Ya no están, pero están juntos. Paz eterna para Hugo y para Jerónimo. Y mucha fuerza para quienes les sobrevivimos, hasta que Dios quiera.

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