En mi memoria quedó grabada la letra del bambuco del maestro Luis Carlos González, titulado Maldita Sea “(…) Porque se volvió ciudad, murió mi pueblo pequeño, el de calles empedradas, amplios portones abiertos, esquinas con nombre propio y avemarías al viento; fiel retacito de patria por cal y flores cubierto (…) Maldita sea la ciudad astilla sucia de infierno; escuela de mala fe de mafiosos y rateros, que está corrompiendo sal, y degollando recuerdos, porque se volvió ciudad, murió mi pueblo pequeño.”
La
verdad yo no alcancé a vivir en ese pueblo cuya nostalgia inspiró al poeta de
la tierra; mi memoria visual de Pereira se remonta a mi primera infancia en las
calles del barrio Mejía Robledo, donde efectivamente cada rato la tranquilidad
se veía perturbada por el grito de ¡cójalo, cójalo! cuando por la calle
18 bajaba, como una exhalación, un ladrón con una cadena de oro o un bolso en
la mano, acabados de hurtar a alguna desprevenida señora. Tampoco creo que al
maestro Luis Carlos González le haya tocado ver a los verdaderos mafiosos, los
que se mostraron descarados y ostentosos por varias décadas, justo desde el año
en el que el poeta murió y que hoy ya no se exhiben, porque se resguardan en el
bajo perfil, en la reserva de sus fincas o tras los polarizados de sus
camionetas.
Hace
rato que Pereira ya no es un pueblo y aunque creció montones, duplicando su
población en 50 años, tampoco ha sido una ciudad grande, de hecho, alcanzó a hacer
carrera el dicho según el cual Pereira era una “Medellín pequeña”, con todo el
encanto y la gracia de la ciudad de la eterna primavera, pero sin sus
dimensiones ni su inseguridad, con prácticamente todos los servicios, con su
vocación comercial y con todo cerca, una mini-urbe que se podía recorrer de
oriente a occidente en una hora.
Poco a
poco esa pequeña ciudad también empieza a desaparecer, sus calles atiborradas
de peatones y de tráfico vehicular, sus grandes superficies, su transporte
masivo, su carestía, pero sobre todo la indiferencia, el estrés y las malas
formas de los nuevos paisanos, nos ponen de presente que nuestros sueños y
nuestra visión se hicieron realidad.
Queríamos
estar más cerca del país, queríamos ser más competitivos, queríamos crecer como
economía, ser más turísticos, más atractivos, y lo hemos
logrado. Gracias a nuestro moderno aeropuerto, a la
convergencia de las vías nacionales, a nuestros campos, a nuestro Paisaje
Cultural Cafetero, a nuestros guaduales, a la simpatía de las pereiranas y de los
pereiranos, hay una nueva ola de colonización, ya no por cuenta de la violencia
de los años 50 sino del entusiasmo de muchos connacionales e incluso
extranjeros que han querido establecerse en nuestros lares para hacer negocios,
para criar familia o simplemente para vivir de la mejor manera sus últimos
años.
Y yo no
peleo con eso; estamos donde queríamos llegar y hay que lidiar con todo lo
bueno y lo malo del crecimiento y del desarrollo; con lo que sí no he podido es
con la gente grosera que no saluda cuando uno se la encuentra en los parques y los
andenes, ni con los carros de alta gama con placas locales o de cualquier
ciudad del país cuyos conductores van por ahí como energúmenos, saltándose los
semáforos haciéndose los anchos, como si sólo ellos tuvieran derecho a la vía
y, me da pena decirlo, pero muchos de esos llegaron hace muy poco, y quizás para
quedarse.
Si la
falta de empatía, de cultura, de civismo, de solidaridad en nuestras
comunidades es el precio que debemos pagar por vivir en una gran ciudad, bien
cabe decir ¡Maldita sea! como lo hizo el poeta.
¡Maldita sea!
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