La semana pasada la OMS declaró superada la emergencia sanitaria por Covid-19 con los siguientes datos de balance: 7 millones de personas fallecidas según registros oficiales y un estimado de 13 millones de vidas humanas más que se perdieron y que no harían parte de las estadísticas.
Cuando la situación estuvo más incierta, cuando se dio el pico alto en Europa, especialmente en Italia y en España, donde las víctimas diarias se contaron por miles y cuando nos llegaron noticias de aquí no más del Ecuador, según las cuales en Guayaquil los cadáveres se apilaban en las esquinas, porque había colapsado el sistema hospitalario y las morgues estaban llenas, muchos pensamos que sería el final, la hecatombe como en su momento lo fueron la peste negra y la gripa española. Y por supuesto que sí, aunque las cifras no terminaron siendo las de esas otras terribles pandemias, el Covid-19 significó el fin del mundo para los que murieron y de alguna forma el fin y el comienzo de muchas cosas para los que quedamos.
20 millones de personas equivale a la población de una ciudad entera como Beijín en China, país de donde se dijo, y creo que no se comprobó, habría surgido el virus. 20 millones, que comparados con los 8 mil millones de humanos que ya habitamos el planeta, quizás no sea algo muy significativo y nos permitirá ahora, sin la zozobra del encierro, sin el estrés de los racionamientos y con la frescura de andar sin tapabocas, decir que la sacamos barata, que el control biológico no fue tan severo. Y quizás, ese razonamiento liviano, fuera de contexto, con el paso del tiempo nos haga perder más la perspectiva de todo lo que significó e implicó la pandemia para la humanidad durante un año crítico y dos años más de coletazos.
El monstruo en su forma más arrolladora y letal se ha ido pero su amenaza se queda con nosotros. Hoy el Covid-19 es una enfermedad común y, como la gripa, matará millones de personas y quizás ni lo sepamos, a falta de diagnóstico se morirán de repente o de melancolía como decían que se moría la gente hace 100 o 200 años.
Nos queda el vacío de los seres queridos que ya no están, de las celebridades que desparecieron, de los muchos anónimos que ni siquiera fueron atendidos y exhalaron su último aliento en el andén de una calle en Chicago, en Nueva Delhi o en Bogotá; 20 millones, entre ellos muchos abuelos y abuelas, sanos, fuertes y vigorosos que de no ser por el virus estarían aun en el epicentro de sus familias y alcahueteando a sus nietos.
El Covid-19, nos deja la única cosa grata del gobierno Duque, por el atinado manejo de la emergencia y, conjuntamente con la disparada del dólar, agravada con el advenimiento de la Colombia Humana en la Casa de Nariño, nos deja el costo de vida como nunca llegamos a imaginarnos, sin billetes de 1000 y sin panes de 500.
Agradezco a Dios, porque la pandemia me trató bien, salvo por la muerte de mi hermano; porque en medio de la incertidumbre tuve trabajo, porque en mi casa no faltó el alimento, porque me enseñó a ver la vida de otras formas, porque me reveló el valor de compartir en compañía de los que quería y yo no sabía, porque nos dejó el vicio de tomar café, querer hacer fiestas y reunirnos todo el tiempo. AMEN.
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