Por James Cifuentes Maldonado
Solía pasear con ella, acunándola entre mis brazos, para tomar el sol de la mañana luego del baño diario que le daba mi suegra, mientras mi esposa se deba un respiro y se ponía a punto para continuar con la rutina de su recién estrenada maternidad; me gustaba ir y venir por los pasillos del segundo piso, extasiado en su mirada, mientras le decía, que ella era mi cielo, mi sol, mi todo, mi cielo, mi sol, mi todo; luego me sentaba y la acomodaba sobre mis piernas y, meciéndola suavemente, me quedaba hasta 15 minutos diciéndole, mi cielo, mi sol mi todo.
De ahí en adelante, ella ocupó el centro de mi universo y prácticamente fue la determinante de casi todas las decisiones que marcaron en adelante el rumbo de mi vida, como trabajar el doble, cuidarme más y no beber tanto; con 35 años cumplidos, un poco tarde para el estándar de la época, yo empezaba apenas a vivir la aventura de ser papá, cuando nunca, antes de los 30, lo había considerado y cuando mi primo Adrián ya tenía 3 hijos mayores de edad, lo que me causaba cierta envidia. Pero nada, era mi propio destino, mi propia experiencia.
Con la vida de ella empecé a entender el valor de la mía; entendí la importancia de mi presencia y de mi integridad, para garantizar que ella pudiera ser, para que creciera; entendí que ya tenía un propósito y muchas razones para dejar de ser yo; ya nunca más sería el mismo, ya no, en la versión que tenía antes de que ella naciera.
Ella me dio la fascinante experiencia de ser papá, por primera vez, pero no solo eso, porque fue ella la que un día, en el andén de la casa, esperando la ruta del colegio, con su jardinera verde, me dijo que necesitaba un hermanito para jugar, evitándome el trabajo de pensarlo, fue como una orden que en casa cumplimos con todo el gusto. Por suerte se dio, aunque no tan pronto como lo quisimos.
Primero ella y luego él, que llegó dos años después, me dieron una perspectiva de mi mismo que jamás había tenido. Mirar los rostros de mis hijos, sobre todo sumergirme en los ojos de ella, empezó a ser como mirarme al espejo, para ir entendiendo no solo mis rasgos, mis ademanes y mis manías, sino que además me ayudó a descubrir la esencia de mi ser, con todo lo bueno y lo malo que hay en ello.
Un día, haciendo estas mismas elucubraciones, una amiga me dijo que los hijos son verdaderos maestros, y sinceramente no entendí bien la idea, porque, qué carajos pueden enseñar quienes apenas abren los ojos, quienes apenas empiezan a recorrer el camino que los padres ya llevan andado, a veces con éxito y alegrías y a veces con sufrimiento y fracasos. Hoy, varios años después, tengo la certeza de que cada acto, cada palabra, cada pregunta, cada reacción, cada virtud y cada vicio, de mi hija, me muestran la otra cara de la luna de mí mismo, que sin ella, jamás habría visto.
Para ella, para mi cielo, mi sol, mi todo, para ella que acaba de cumplir los 19, hoy, cuando ya no la acuno en mis brazos sino que camina a mi lado; ahora que nos perdemos juntos en coloquios de sueños, de libros, de series y de canciones, mi felicitación; para ella, todo mi amor y mi gratitud por completarme, por ser ella, que soy yo, por enseñarme tanto.