miércoles, 24 de mayo de 2023

Miscelánea - Porque se volvió ciudad



Por James Cifuentes Maldonado 

 

 En mi memoria quedó grabada la letra del bambuco del maestro Luis Carlos González, titulado Maldita Sea “(…) Porque se volvió ciudad, murió mi pueblo pequeño, el de calles empedradas, amplios portones abiertos, esquinas con nombre propio y avemarías al viento; fiel retacito de patria por cal y flores cubierto (…) Maldita sea la ciudad astilla sucia de infierno; escuela de mala fe de mafiosos y rateros, que está corrompiendo sal, y degollando recuerdos, porque se volvió ciudad, murió mi pueblo pequeño.” 

 

La verdad yo no alcancé a vivir en ese pueblo cuya nostalgia inspiró al poeta de la tierra; mi memoria visual de Pereira se remonta a mi primera infancia en las calles del barrio Mejía Robledo, donde efectivamente cada rato la tranquilidad se veía perturbada por el grito de ¡cójalo, cójalo! cuando por la calle 18 bajaba, como una exhalación, un ladrón con una cadena de oro o un bolso en la mano, acabados de hurtar a alguna desprevenida señora. Tampoco creo que al maestro Luis Carlos González le haya tocado ver a los verdaderos mafiosos, los que se mostraron descarados y ostentosos por varias décadas, justo desde el año en el que el poeta murió y que hoy ya no se exhiben, porque se resguardan en el bajo perfil, en la reserva de sus fincas o tras los polarizados de sus camionetas.    

 

Hace rato que Pereira ya no es un pueblo y aunque creció montones, duplicando su población en 50 años, tampoco ha sido una ciudad grande, de hecho, alcanzó a hacer carrera el dicho según el cual Pereira era una “Medellín pequeña”, con todo el encanto y la gracia de la ciudad de la eterna primavera, pero sin sus dimensiones ni su inseguridad, con prácticamente todos los servicios, con su vocación comercial y con todo cerca, una mini-urbe que se podía recorrer de oriente a occidente en una hora.  

 

Poco a poco esa pequeña ciudad también empieza a desaparecer, sus calles atiborradas de peatones y de tráfico vehicular, sus grandes superficies, su transporte masivo, su carestía, pero sobre todo la indiferencia, el estrés y las malas formas de los nuevos paisanos, nos ponen de presente que nuestros sueños y nuestra visión se hicieron realidad.    

 

Queríamos estar más cerca del país, queríamos ser más competitivos, queríamos crecer como economía, ser más turísticos, más atractivos, y lo hemos logrado.   Gracias a nuestro moderno aeropuerto, a la convergencia de las vías nacionales, a nuestros campos, a nuestro Paisaje Cultural Cafetero, a nuestros guaduales, a la simpatía de las pereiranas y de los pereiranos, hay una nueva ola de colonización, ya no por cuenta de la violencia de los años 50 sino del entusiasmo de muchos connacionales e incluso extranjeros que han querido establecerse en nuestros lares para hacer negocios, para criar familia o simplemente para vivir de la mejor manera sus últimos años.  

 

Y yo no peleo con eso; estamos donde queríamos llegar y hay que lidiar con todo lo bueno y lo malo del crecimiento y del desarrollo; con lo que sí no he podido es con la gente grosera que no saluda cuando uno se la encuentra en los parques y los andenes, ni con los carros de alta gama con placas locales o de cualquier ciudad del país cuyos conductores van por ahí como energúmenos, saltándose los semáforos haciéndose los anchos, como si sólo ellos tuvieran derecho a la vía y, me da pena decirlo, pero muchos de esos llegaron hace muy poco, y quizás para quedarse.  

 

Si la falta de empatía, de cultura, de civismo, de solidaridad en nuestras comunidades es el precio que debemos pagar por vivir en una gran ciudad, bien cabe decir ¡Maldita sea! como lo hizo el poeta.

 

miércoles, 10 de mayo de 2023

Miscelánea - El fin de la pandemia

 


 Por James Cifuentes Maldonado 

 

 

La semana pasada la OMS declaró superada la emergencia sanitaria por Covid-19 con los siguientes datos de balance: 7 millones de personas fallecidas según registros oficiales y un estimado de 13 millones de vidas humanas más que se perdieron y que no harían parte de las estadísticas.   

 

Cuando la situación estuvo más incierta, cuando se dio el pico alto en Europa, especialmente en Italia y en España, donde las víctimas diarias se contaron por miles y cuando nos llegaron noticias de aquí no más del Ecuador, según las cuales en Guayaquil los cadáveres se apilaban en las esquinas, porque había colapsado el sistema hospitalario y las morgues estaban llenas, muchos pensamos que sería el final, la hecatombe como en su momento lo fueron la peste negra y la gripa española.  Y por supuesto que sí, aunque las cifras no terminaron siendo las de esas otras terribles pandemias, el Covid-19 significó el fin del mundo para los que murieron y de alguna forma el fin y el comienzo de muchas cosas para los que quedamos.  

 

20 millones de personas equivale a la población de una ciudad entera como Beijín en China, país de donde se dijo, y creo que no se comprobó, habría surgido el virus. 20 millones, que comparados con los 8 mil millones de humanos que ya habitamos el planeta, quizás no sea algo muy significativo y nos permitirá ahora, sin la zozobra del encierro, sin el estrés de los racionamientos y con la frescura de andar sin tapabocas, decir que la sacamos barata, que el control biológico no fue tan severo. Y quizás, ese razonamiento liviano, fuera de contexto, con el paso del tiempo nos haga perder más la perspectiva de todo lo que significó e implicó la pandemia para la humanidad durante un año crítico y dos años más de coletazos. 

 

El monstruo en su forma más arrolladora y letal se ha ido pero su amenaza se queda con nosotros. Hoy el Covid-19 es una enfermedad común y, como la gripa, matará millones de personas y quizás ni lo sepamos, a falta de diagnóstico se morirán de repente o de melancolía como decían que se moría la gente hace 100 o 200 años.  

 

Nos queda el vacío de los seres queridos que ya no están, de las celebridades que desparecieron, de los muchos anónimos que ni siquiera fueron atendidos y exhalaron su último aliento en el andén de una calle en Chicago, en Nueva Delhi o en Bogotá; 20 millones, entre ellos muchos abuelos y abuelas, sanos, fuertes y vigorosos que de no ser por el virus estarían aun en el epicentro de sus familias y alcahueteando a sus nietos.  

 

El Covid-19, nos deja la única cosa grata del gobierno Duque, por el atinado manejo de la emergencia y, conjuntamente con la disparada del dólar, agravada con el advenimiento de la Colombia Humana en la Casa de Nariño, nos deja el costo de vida como nunca llegamos a imaginarnos, sin billetes de 1000 y sin panes de 500.  

 

Agradezco a Dios, porque la pandemia me trató bien, salvo por la muerte de mi hermano; porque en medio de la incertidumbre tuve trabajo, porque en mi casa no faltó el alimento, porque me enseñó a ver la vida de otras formas, porque me reveló el valor de compartir en compañía de los que quería y yo no sabía, porque nos dejó el vicio de tomar café, querer hacer fiestas y reunirnos todo el tiempo. AMEN. 

 

sábado, 6 de mayo de 2023

Miscelánea - El gobierno y la ciudad que queremos

 



Por James Cifuentes Maldonado

Estando muy joven, vi una valla instalada por los lados de la Universidad Libre que decía: “Obras son amores y no buenas razones”; confieso que pasó mucho tiempo antes de que yo llegara a comprender el mensaje. La valla hacía publicidad o difusión sobre las obras ejecutadas por un gobernador cuya gestión aún se recuerda en Pereira y en muchos de los municipios de Risaralda, haciéndose con ello a un prestigio que le valió a ese dirigente para mantenerse en la escena política y estar aún muy vigente como congresista y líder natural de su partido, tanto, que está a punto de volver a ser gobernador pero por interpuesta persona, pues uno de sus hijos es uno de los más firmes aspirantes a ocupar la primera silla del Palacio Gris. 

De una forma similar, pero sin vallas publicitarias y sin prole o estirpe que continuara su proyecto, hubo una señora alcaldesa que se ganó un lugar muy importante en la memoria y en la recordación de los pereiranos; por el designio popular esa Señora, con mayúscula, gobernó Pereira en el periodo 2001 - 2004.  Sin nos fijamos bien, ya han pasado 19 años desde esa alcaldía y por muchas razones, en su mayoría positivas, se sigue hablando de ella y sigue siendo un referente del tipo de administración que uno quiere: determinada, ejecutiva, eficiente, pero sobre todo prospectiva.

Siguiendo con Pereira, por allá en 2016, luego de 8 años en los que el Palacio Municipal estuvo dominado por la misma “casa”, irrumpió con fuerza un joven  que prometió el Cambio, y a fe mía que lo cumplió, no solamente por las decisiones que tomó sino por la forma en que ejerció su liderazgo, con un carisma tal, una energía y una permanente presencia que le valieron para poner nuevamente alcalde, contra viento y marea, y luego llegar a ocupar una curul en el Congreso, desde donde sigue irradiando su poderosa aura, con intenciones de repetir con un tercer alcalde de la zaga del Cambio.  

Con este preámbulo quiero establecer primero, que en la evaluación de un buen gobierno la realización de las obras es algo que debería darse por obvio, es decir que pavimentar una calle, construir un coliseo o dotar una escuela no deberían ser motivo de tanta euforia y celebración ni debería ser la razón principal por la que un gobernante o un movimiento político se afiance en su intención de seguir al frente de los destinos de un territorio.  Ejecutar el presupuesto, hacerlo de manera transparente y oportuna, es lo mínimo que debe suceder y por lo tanto debe darse por descontado.

Vivimos en Colombia, donde tristemente solemos decir “no me importa que roben, pero que hagan algo, que no se la roben toda”, que un gobernante pueda llegar a ser recordado por su visión, por su liderazgo, por su huella y por su trascendencia, más allá de las obras de cemento en el corto plazo, es algo que se sale de lo común.

En la política, como ejercicio de largo aliento, ser elegido no es el punto de llegada sino de partida. Los gobernantes que se dicen de talante o de corte “técnico”, por lo general menos carismáticos, son conscientes de su condición y suelen carecer de aspiraciones más allá de su periodo o respecto de otras posiciones más arriba que dependan del favor popular y aunque cumplan sus programas, la falta  del protagonismo y de la visión de quienes sí están decididos a llegar más lejos, termina por influir en el electorado al que irónicamente le interesa más los líderes mediáticos y presentes que los buenos funcionarios discretos pero ausentes y mucho más el cacareo que las mismas obras.

En el caso de Pereira, su actual mandatario fijó un plan para 4 años, designó un equipo, dio órdenes, ejecutó el presupuesto y es posible que inaugure obras. A pesar de ello, probablemente dentro de 2 décadas no lo recuerden como hoy se recuerda a la alcaldesa aquella que, como bandera de alto impacto y de futuro, con mayor audacia y valor estratégico se la jugó por la transformación urbana y el ordenamiento territorial de la ciudad.

Son estilos, y no digo que el uno o el otro estén bien o mal; creo simplemente que eso nos debe poner muy reflexivos sobre la democracia y los gobiernos que queremos.