Por
James Cifuentes Maldonado
Por
suerte o por desdicha, en mi adolescencia, que jamás fui consciente de dicho
estado, como si lo soy ahora en la crianza de mis hijos, jamás tuve el
predicamento de pensar qué quería estudiar o sobre qué carajos quería ser en la
vida, sencillamente porque no había lugar para lo uno ni para lo otro. Luego de
la muerte de mi padre, mi madre a duras penas logró asegurarnos un techo
escriturando la propiedad de una mejora en un barrio de invasión en la
Ciudadela Cuba, y allí todos los días ella se jugaba el coco para que
comiéramos los 3 golpes, trabajando por migajas en casas de familia, en hoteles
y en restaurantes; hubo una época en que no le alcanzó y fuimos socorridos por
la generosidad de una mano amiga.
En mi
juventud estudiar era un sueño, tanto por la pobreza en mi casa como por el
hecho de que la salud y la educación no eran políticas públicas, no eran la
prioridad del Estado como lo son ahora cuando a los chicos en las veredas más
apartadas los recogen en confortables busetas y nadie se queda sin atención
médica, así sea por el SISBEN, que puede llegar a ser mejor que el régimen
contributivo.
A los
trompicones uno lograba sacar la primaria y, haciendo maromas para los
cuadernos y los libros de texto, nuestros papás nos sacaban como ilustres bachilleres;
de ahí en adelante, a muchos nos tocaba buscar la forma de vincularnos al
mercado laboral como fuera y en lo que fuera, generalmente en la informalidad
vendiendo cosas en la calle, puerta a puerta o en trabajos de verdadera
explotación, como cuando trabajé en la ebanistería de William, el costeño de
Lorica, al que jamás le entendí lo que decía porque hablaba muy rápido y quien
nunca me pagó los cien pesos diarios que me prometió por lijar las sillas de
mimbre que fabricaba.
Con
estas limitaciones, me gradué del colegio, en la nocturna, para orgullo de mi
mamá, quien, en la celebración, tomándonos un jugo de lulo con pandebono en la
plaza de Bolívar, patrocinado por mi padrino, Nemesio, que era sastre y lo
sigue siendo, me dijo: ¡mijo hasta aquí lo traje! Antes
de eso, una noche en clase de ética un profesor, que medía como 2 metros, mal
geniado y de toscas maneras, dándonos el curso del pre-ICFES, nos dijo a los
estudiantes, que él no sabía cómo putas íbamos a hacer, pero que teníamos que
llegar a ser profesionales, que quizás para nosotros era muy difícil, pero que
valía la pena intentarlo, que por lo menos averiguáramos.
Envalentonado
por mi profesor, un día le pregunté a un señor que coordinaba un programa de
juventudes en la Gobernación de Risaralda, qué carrera podría estudiar, qué a
cuál universidad podría ir; ese señor me habló de la Universidad Libre donde,
con 23 años cumplidos me inscribí, pasé el examen de admisión y me hice
abogado, una profesión que no sabía que existía y de la que vivo hace 25 años.
¿Cómo lo hice? solo les diré que el primer año lo pagué con las ganancias de
una rifa y de ahí en adelante todas las matrículas fueron financiadas firmando
letras en la tesorería.
Los
jóvenes de hoy también tienen sueños, pero son distintos a los míos, ellos ya
no quieren estudiar, la tecnología ya les dio todo lo que necesitan, ya no
quieren salvar el mundo, sólo influenciarlo ... ellos quieren ser Youtubers y
graduar al resto de la humanidad de dinosaurios.
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