miércoles, 1 de julio de 2020

Miscelánea


Por James Cifuentes Maldonado

 

Cuando suceden situaciones tan desgraciadas, tan indignantes, que van más allá de la mera corrupción y nos muestran lo retorcido y lo más oscuro del comportamiento humano, como los que tienen que ver con la trata de personas o los abusos sexuales, sea que estos provengan de particulares o sean protagonizados por servidores públicos, y puntualmente cuando esos servidores hacen parte de los organismos de seguridad, llamados precisamente a proteger la vida y la integridad de las personas, … cuando eso pasa, se me estruja el alma y pierdo la fe, en la humanidad, en el Estado y en las instituciones.

Siento mucha pena, porque pienso en mis propios hijos y en que ellos pudieran ser las víctimas; pienso en lo vulnerables que son y me sobrecojo, al sentir que en este mundo nadie está seguro, en ninguna parte.

Siento pena, pero ni siquiera por los implicados directamente, que al final son dueños de su suerte y deberán responder o no en la medida en que las evidencias los respalden y los liberen o los incriminen y los hundan.

En estos casos, no puedo evitar imaginar el huracán de sensaciones que deben afrontar los dolientes de esas personas; la contrariedad, el desconcierto, la angustia y la devastación de esos padres, de esos hermanos y de esos amigos que quizás se preguntarán, sin respuestas, cómo carajos ese ser querido terminó metiéndose en semejante lío, como el sucedido aquí nada más en Santa Cecilia, con los abusos de que fuera objeto una menor indígena, tristemente por parte de un puñado de jóvenes, que con su actuar, ya confeso, arruinaron la vida de una niña y de paso enterraron a los 20 años sus propios sueños y las esperanzas que sólo se pueden alimentar y construir en libertad.

Ahora, por tratarse de soldados regulares de extracción humilde, algunos ya han prejuzgado con hipótesis que explicarían su actuar por provenir de hogares disfuncionales, sin arraigo familiar y sin el acompañamiento y la formación suficiente en valores y principios, que nos dejarían en el escenario de que los padres de esos soldados de alguna forma, por acción o por omisión, son igualmente responsables de la tragedia causada por sus hijos.

Pero no, esa hipótesis me parece facilista, poco consecuente y poco realista; como padre de familia yo prefiero hacer la contrición y asumir que esos soldados también son mis hijos, que esos jóvenes a los que el sistema obliga a prestar un servicio para el cual no están preparados, también son responsabilidad mía y de toda la sociedad, que prefiere señalar y rasgarse las vestiduras antes que entender que todo lo bueno y lo malo que brota de nuestro suelo… es nuestra obra.

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