Por James Cifuentes M.
Lo particular de vivir en las ciudades es que compartimos sus espacios con personas con las que deberíamos ser más solidarios, pero no es así; la ciudad es la selva; aunque vamos y venimos por las mismas calles y hasta nos cruzamos a las mismas horas y nos reconocemos, no somos empáticos. Muy seguros y muy cómodos en nuestros carros, unos más lujosos que otros, algunos traslúcidos otros incógnitos por el polarizado, hemos venido perdiendo la perspectiva de nuestro entorno.
Lo particular de vivir en las ciudades es que compartimos sus espacios con personas con las que deberíamos ser más solidarios, pero no es así; la ciudad es la selva; aunque vamos y venimos por las mismas calles y hasta nos cruzamos a las mismas horas y nos reconocemos, no somos empáticos. Muy seguros y muy cómodos en nuestros carros, unos más lujosos que otros, algunos traslúcidos otros incógnitos por el polarizado, hemos venido perdiendo la perspectiva de nuestro entorno.
Ignoramos, por insignificantes, a los que se transportan de manera alternativa, a los que caminan, a los que patonean por gusto, por deporte, por salud, o como último recurso, para ahorrarse un pasaje y comprarse un pan o una bolsa de leche.
El ensimismamiento que produce ir sobre 4 ruedas, con aire acondicionado y protegidos por las latas, no dejan espacio a la consideración que deberíamos tener con los que caminan y con los que transitan en sus bicicletas y que claramente son más vulnerables. No somos capaces de ponernos en el lugar del peatón ni del ciclista, ni siquiera de acordarnos que nosotros mismos eventualmente también caminamos y también pedaleamos por la misma vía que disputamos, en la que debemos caber todos.
Suelo ser peatón y ciclista, y pierdo la fe en la gente cuando quienes me rebasan, ni siquiera me ven de reojo, no se fijan en mí y no tienen la más mínima precaución al pasar por mi lado, sin reducir la velocidad ni medir la distancia; el confort de sus vehículos, que son como burbujas, no les permiten recordar que la carretera es angosta o de doble sentido, que en una curva o en la otra se pueden encontrar con alguien y ser parte de un accidente.
En días de lluvia he recibido el pantano de las llantas en mis zapatos y en mi ropa, porque algunos de mis paisanos iban tan rápido que no me vieron, o lo que es peor, sí alcanzaron a verme, pero no les pareció importante cuidarme, como se debe cuidar a todos los peatones y ciclistas que no sabemos quiénes son, pero que podrían ser los hijos de nuestro vecino.
La próxima vez que se encuentren un grupo caminantes o de ciclistas, en la carretera estrecha o congestionada, oríllense, denles prelación y permitan que ellos pasen; seguramente van a sentir la calidez de unas personas muy sorprendidas y agradecidas.
La paz no es solamente la del silencio de los fusiles y la quietud de las botas, la paz empieza por nosotros, con esas pequeñas cosas que nos recuerdan que somos los mismos, que somos hermanos, aunque con distintos apellidos.
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