Por James Cifuentes Maldonado
Que los escenarios no estarían a
tiempo, que la inseguridad de Rio de Janeiro no daría tregua; que la
inestabilidad política, por los escándalos de corrupción de los últimos
gobiernos, lanzaría a la gente a las calles para sabotear el evento; que muchos
atletas le sacarían el cuerpo a Rio 2016 por el riesgo del zika o
simplemente porque los juegos se hicieran en Suramérica; que la amenaza
terrorista de los radicales, de los jihadistas; en fin, recientemente no
recuerdo unos juegos olímpicos más tensos que los que hemos visto inaugurar el
pasado viernes en Brasil.
Pero la anarquía y el fantasma del
terrorismo ya no son exclusivos del subdesarrollo, emergen hasta en los países
más poderosos y más organizados; para la muestra los flemáticos ingleses que se
polarizaron y rompieron la unidad europea con el triunfo del brexit, o los
españoles que con dos elecciones no han podido armar la coalición de gobierno.
En Estados Unidos las cosas están a
punto de quedar patas arriba con una carrera presidencial que está demostrando
que las maquinarias ya no son lo que eran, que los partidos están perdiendo su
ascendencia y que los fenómenos mediáticos como el protagonizado por Donald
Trump son una terrible opción de poder, impulsados por la inconformidad de unas
minorías cansadas y unidas por la inmediatez y la capilaridad de las redes
sociales, montados en una peligrosa ola de nacionalismo.
Inglaterra, Francia, Bélgica y los
mismos gringos, están pagando el precio de su colonialismo, están sufriendo la
pésima decisión de repartirse el Medio Oriente hace 70 años, disponiendo los
límites de un puñado de naciones sin miramiento alguno del desarraigo cultural
que estaban generando y las nefastas consecuencias que hoy estamos presenciando
con la paranoia de ISIS que ha puesto en jaque a los europeos y a toda la
humanidad, con fanáticos y desadaptados parapetados en todos los rincones del
mundo, como soldados ad honorem de una nueva y terrible forma de
guerra, desde las trincheras de internet, dispuestos a sacrificar su vida por
un minuto de exposición y de “reconocimiento” en televisión.
El problema entonces no es Río, no es
Brasil, no es Suramérica, el problema somos todos, musulmanes, cristianos y
políticos, que no respetamos la autodeterminación y la diversidad de los
pueblos y queremos evangelizar a la fuerza y meter nuestras narices en todas
partes, para sacar provecho en el nombre de dios.
Con todo y el nerviosismo, la apertura
de los juegos de Rio 2016 fue formidable, un espectáculo lleno de creatividad y
simbolismo, ambientado en la fiesta y la alegría latinoamericana, recordándole
al mundo la importancia del espíritu deportivo pero además haciendo conciencia
sobre el valor de la vida que hoy despreciamos y del planeta que estamos
asesinando.
Nunca vi un fuego olímpico tan
emocionante como el que hoy arde en el Maracaná, tan brillante como el oro del
pesista colombiano Oscar Figueroa que, en buena hora, nos ayudó a pasar el
trago amargo de la caída del ciclista Sergio Luis Henao.
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