Por James Cifuentes Maldonado
Hace poco me tocó el complejo momento de apoyar a mi hija en la toma de la decisión sobre qué carrera estudiar. Para los hijos ese destino se va perfilando por la senda ya construida y por las señales que uno como padre va mostrando, sin embargo, en mi caso no resultaba tan claro porque haberme convertido en abogado fue la suma de muchas circunstancias y escollos que debí sortear como las limitaciones económicas y el hecho mismo de que para personas de mi condición estudiar en la universidad no era una opción, porque en principio no conté con alguien en casa que me animara, por la misma razón, porque, sin plata y proviniendo de una familia pobre, de extracción rural, cuyo mayor nivel de formación lo tenía un tío que alcanzó a hacer la mitad de la secundaria, ser profesional ni siquiera alcanzaba a ser un sueño, porque uno no puede soñar lo que no sabe que existe.
Con mucho sacrificio mi madre, ya viuda, me posibilitó la primaria que hice en la desaparecida Escuela Nacional de Varones Antonio Nariño, como diría El Flecha de David Sánchez Juliao “tronco de nombre pa 3 salones”; quedaba en la esquina de la carrera 13 con calle 21, donde hoy funciona una estación de servicio; luego me matriculó en el INEM que, para mediados de los ochentas, era lo último en guarachas por aquello del modelo de Educación Media Diversificada, lo más parecido a una universidad, estaba construido por bloques y los estudiantes iban y venían entre ellos porque había un salón para cada asignatura y en cada cambio sonaba una campana, como diría Juanes “una chimba parce”. La institución brindaba 4 ramas o posibilidades de formación: la académica, la comercial, la promoción social y la técnica; luego de haber rotado por ellas en los dos primeros años, escogí la última por la simple razón de que por ahí se fueron todo mis compañeros. Fue la primera gran mala decisión que tomé en mi vida, porque mi perfil no era técnico, pero no tuve quien me lo advirtiera.
Cursando 8º en el INEM desvié el camino, a mis 14 años conocí la noche, mal aconsejado por un compañero que tenía nombre de poeta, estaba próximo a cumplir los 18 y era medio gigoló; en fin, el resultado es que dejé de ir a clases, perdí el cupo en el INEM, mi mamá ya no pudo hacer más por mí y terminé graduándome de bachiller por mis propios medios cuando ya contaba con 22 años, en un colegio nocturno. Pero precisamente, estudiando de noche, en 11, apareció el primer ángel, un profesor de psico orientación que medía como 2 metros, de mal carácter, quien convenció a todo el curso de que teníamos que ir a la universidad, que no sabía cómo pero que debíamos hacerlo; para animarnos nos regaló el pre-ICFES que él mismo nos dictaba cada semana.
Con un puntaje muy bueno en las Pruebas de Estado, que me hubiera permitido ser médico, ya con 23 años y sin tiempo para perder, un segundo ángel, un funcionario de la gobernación, me sugirió ir a la Universidad Libre a estudiar Derecho, porque ser abogado era lo mío, me dijo … y le creí; hice una rifa para pagar la matrícula del primer año y el resto lo pagué financiado con letras. La cosa salió bien, no me hice millonario, como De la Espriella, pero encontré mi vocación.
En la próxima Miscelánea les contaré cómo me fue decidiendo con mi hija.
No hay comentarios:
Publicar un comentario