Foto tomada de: https://www.educaciontrespuntocero.com/recursos/dia-mundial-naturaleza/
Por James Cifuentes Maldonado
Es natural, inevitable creer en Dios si, un día, cuando tuvimos un sueño por cumplir o el infortunio o la enfermedad tocaron a nuestra puerta, cerramos los ojos, apretamos los puños y pedimos con todas las fuerzas de nuestro corazón y lo pedido llegó, la mala hora pasó y la enfermedad tuvo remedio; sin embargo en esto hay algo que no entiendo, que no me cuadra ¿de cuál o de cuántos dioses estamos hablando?
Yo pienso que necesariamente debe haber tantos dioses como creyentes, porque carece de sentido que muchos pidan y que a unos les respondan y a otros no, o que un mismo Dios sea capaz de conceder a unos lo que por fuerza le tiene que negar a otros; de ser así, el Dios de todos sería un dictador arbitrario e injusto, ese que dicen que juega a los dados y sonríe socarronamente sentado en un trono en un rincón del universo.
Entonces, yo sí creo en Dios, pero en el “Dios mío”, en ese al que agradezco cuando las cosas me salen bien o al que le pregunto ¿por qué a mí? si me salen al revés; ese Dios que invoco cuando estoy feliz, cuando tengo miedo o me impaciento, ese Dios al que le encomiendo mis hijos o en el que pienso cuando le pido la bendición a mi madre; ese Dios propio, fruto de mis súplicas y de mis deseos, que sólo vive en mi conciencia y por tanto sólo se ocupa de mí, para darme o negarme, para premiarme o castigarme, según mis méritos.
Yo creo en “mi Dios” en ese que sólo decide mí destino y no tiene otros quehaceres ni compromisos, que no tiene que debatirse entre salvar a los israelíes y dejar morir a los palestinos; ese que no tiene que elegir si la guerra la deben ganar los rusos o los ucranianos; yo creo en ese “Dios mío” que jamás tiene dilemas ni predicamentos, porque sólo yo puedo orarle y pedirle, para mí o incluso intercediendo por otros; porque ese Dios y yo tenemos una línea directa, exclusiva, que no admite llamadas tripartitas ni cultos masivos, que no necesita operadora ni intermediarios; yo creo en ese Dios íntimo que no se fija en pasiones ni trivialidades como resolver si permite que gane el Medallo y que pierda Nacional, o que en la Champion clasifique el Real Madrid y que eliminen al Barcelona.
Yo creo en “mi Dios”, en ese que sólo me representa a mí, que no necesita ministros ni delegados, que no recauda diezmos, que no pide limosna ni mercadea estampitas ni trafica con indulgencias. Creo en ese Dios que no está hecho a mi semejanza, porque no está fuera, porque en realidad está dentro, porque vive en mí, porque yo lo he creado como mi único tótem y a él me entrego como una hoja se entrega al remolino; en ese Dios confío cuando no tengo el control de las cosas, cuando se agotan las opciones y se acaban las respuestas.
Alguien me preguntará, y además de ese Dios a solas, que reina en la intimidad de cada quien, cuál es el Dios que está en todas partes, el omnipotente, el que lo domina todo, el que dicta los designios del cosmos y de nuestro planeta, y yo les diré que, en efecto, también reconozco a ese Dios, que también existe, que tiene nombre y que, hasta que haya una mejor verdad, es el que Baruch Spinoza llamó Naturaleza, a la que todos nos debemos, naturaleza de la que venimos y a la que vamos, por el destino cíclico y eterno de la materia.