Por James Cifuentes Maldonado
Embargado
por la tusa que me dejó el tiro en el palo que pegó Sergio Fajardo con sus
4.600.000 votos, que casi lo ponen en la segunda vuelta presidencial, e
impulsado por los motivos que me llevaron a ejercer ese voto de esperanza pero
sobre todo de conciencia, decidí votar en blanco en la definición entre Gustavo
Petro e Iván Duque.
Defendí
mi posición argumentando la pertinencia del voto en blanco como una expresión
válida de la democracia, como una protesta ante las ofertas programáticas de
los candidatos en carrera que no satisfacen mis convicciones ni llenan mis
expectativas. De manera pública, en 2 ocasiones ratifiqué mi intención como una
actitud de coherencia.
Como es
bien sabido por todos, en esta ocasión el voto en blanco ha generado dos
particulares reacciones; por un lado la presión de los que creen en la Colombia
Humana y ven en la opción neutral un desperdicio y una forma de asegurar el
triunfo del uribismo y, por otro lado, el oportunismo de la derecha que sabe
que el voto en blanco, en las especiales circunstancias de la segunda vuelta es
un factor que divide y garantiza la victoria de quien puntea en las encuestas.
Pues
bien, como yo no soy ajeno a las dinámicas de la política, y como no puedo ser
ciego, ni sordo y mucho menos indolente; he cambiado de parecer, aunque mis
convicciones sobre el Estado y cómo debería ser su gobierno no han cambiado.
He
entendido que las razones que en su momento me llevaron a votar por la Alianza
Colombia seguirán ahí, encarnadas en el mismo Sergio Fajardo o en quien en todo
caso enarbole las banderas de la política decente y el combate a la corrupción
en todas sus formas, que es en suma el principal problema de esta nación, más
que la subversión, como ya ha quedado demostrado.
Tres
semanas me han servido para analizar todas las perspectivas y para procesar el
duelo, ahora tengo claro que a Fajardo hay que dejarlo ir.
Ahora
entiendo que Colombia está viviendo un momento histórico, único, nunca antes
visto, en el que estamos a punto de dar un giro hacia una forma de gobernar más
altruista y sensible, en la construcción de nuevas formas de progreso, más
sostenibles, más amigables con el medio ambiente y más coherentes con la
búsqueda de la justicia social.
Hoy
entiendo que Colombia está partida en dos, y que cada una de esas dos partes
representa el país que quiero y el país que no quiero; hoy tengo claro que, por
lo menos en teoría, las dos ofertas que quedan en carrera están sustentadas en
unos postulados y unos principios contrapuestos sobre las finalidades del
Estado y las mejores formas y métodos de conducirlo y que, en esa medida, yo no
puedo ser indiferente y debo tomar partido.
Por lo
tanto, manteniéndome firme en los cuestionamientos y en los aspectos que no me
gustan de Gustavo Petro, que en su mayoría tienen que ver con su carácter, le
voy a dar la oportunidad a la Colombia Humana; por mí, por Colombia y por los
muchos amigos que han creído en ese proyecto como la alternativa que más se ha
acercado a ese punto de inflexión y a ese relevo en el poder que el país
necesita.
Una de
las razones que genera incertidumbre con Petro Presidente es el de la
gobernabilidad, en el sentido de que en principio no tiene las mayorías en el
congreso y eso limitará las reformas e iniciativas que se propone; no obstante
esa dificultad es parte del proceso y no puede ser razón suficiente para
desvirtuar por anticipado la propuesta socialdemócrata que más lejos ha llegado
y que pase lo que pase debe continuar, hasta que fructifique, con Petro o sin
él.