En memoria de José Alberto Maldonado Marulanda2 de agosto de 1960 - 15 de enero de 2024
Por James Cifuentes Maldonado
Me
preguntaron por qué el tío Alberto era tan especial; no tuve una respuesta
clara ni inmediata; atiné a decir que era distinto, diferente a los otros hijos
varones que tuvieron mis abuelos maternos. La verdad no compartí con él
tanto como hubiera querido, pero las contadas ocasiones en que pude hacerlo,
algunas temporadas que pasó en mi casa, al cuidado de mi mamá, conocí a un ser
sencillo, recursivo, laborioso, con una gran imaginación, pero con los sueños
cortos e inmediatos, hechos apenas a la medida de lo que pudo conocer y
aprender, nunca salió de Pereira y no estoy seguro de que haya terminado la
primaria.
Vivía
día a día, nunca dejó de ser jornalero, primero del campo y luego de la
construcción, con las mismas satisfacciones e ingratitudes que se narran en el
tango de Pepe Aguirre; pasaba con entereza los tragos dulces y los amargos que
el destino le sirvió en la copa de la vida, la vida que en su caso fue dura,
injusta y que llegó a tener significado por las mujeres que amó y los hijos que
le dejó al mundo, que ahí están, que salieron adelante y sólo ellos pueden dar cuenta
de la conexión que tuvieron con su papá.
Era
un ser esencial, su principal valor era su humanidad, con todo lo que ello
implica, con lo bueno y con lo no tan bueno, que es la condición que tenemos
todos y que nos prohíbe o nos niega la autoridad moral de señalar o de juzgar.
Mi tío Alberto solo fue culpable del pecado original que llevamos a cuestas
desde que nacemos, por el mero hecho de existir y de ser; estigma que se
remueve con la muerte que es la otra forma de empezar a vivir, en la eternidad
a donde acaba de partir.
Mi
tío Alberto, no era el mismo del que habla la canción de Serrat, puesto que no
tuvo títulos, ni cetro de oro ni corona, tampoco cató de todos los vinos ni
anduvo por mil caminos, pero dio lo que pudo dar, compartió lo que tenía en su
alacena y en sus bolsillos y especialmente nunca dejó de sonreír, ni en los
momentos de mayor dureza, como cuando perdió la libertad y luego cuando estuvo
a punto de perder una pierna por una fractura expuesta y rebelde que vino a
sanar después de dos años.
Él
ya no está, una enfermedad silenciosa y no identificada apagó sus ojos a sus 63
años, pero su canción, como yo la entiendo, seguirá sonando, muy cercana a su
último verso: “En el final del camino te esperó la sombra fresca de una piel
dulce de 20 años donde olvidar los desengaños de diez lustros de amor … Tío
Alberto”. En mi repisa quedan el Ferrari de madera y la tractomula de
cartón que hizo con sus propias manos, que un día me regaló y que hoy no tienen
precio, en mi corazón y en mi mente queda lo más importante, su recuerdo, que
hará que viva para siempre.
PDTA. Los anteriores párrafos fueron escritos la mañana del 16 de
enero de 2024, horas antes de las honras fúnebres de mi tío Alberto; la crónica
muy compacta y resumida que aquí les he presentado corresponde a la perspectiva
muy limitada que tuve de una persona a la que no conocí en toda su dimensión,
pero a la que definitivamente me unía una gran afinidad, por razones que no
puedo del todo explicar. Así como la
luna, mi tío Alberto tuvo una faz que nunca vi; en sus últimos años anduvo por escenarios
en los que conoció a mucha gente e hizo parte de proyectos y obras que le
dieron la plenitud de la que yo no sabía. Me avergüenzo por no haber estado ahí
y no haber sido consciente de ello.
Por suerte se dio la oportunidad para reivindicar ante mis ojos y
mi ignorancia la vida y obra de mi tío quien literalmente construyó el templo
donde habría de ser homenajeado y despedido para su viaje a la eternidad. En la carrera 5ª entre calles 28 y 29 de
Pereira, hay una capilla perteneciente a la Iglesia Católica Anglicana, congregación
con la cual mi tío tuvo lazos muy estrechos y con la cual colaboró especialmente
para levantar, durante casi dos décadas, los muros y hacer los acabados de ese
bello lugar para el ejercicio de la fe cristiana, fe que él intentó seguir
luchando permanentemente con sus escepticismos y sus dudas.
El Padre Germán, con otros 5 sacerdotes, concelebró la misa más
hermosa en la que yo haya estado. Un
acto muy cálido y muy intimo que trascendió lo litúrgico y se constituyó en el
más grandioso testimonio sobre la vida de alguien, con todos los detalles que me
hicieron comprender, para mi orgullo y gozo, que mi tío Alberto fue inmensamente
querido e hizo parte de realizaciones de las que muchos de sus parientes no
teníamos idea. Gracias, padre Germán, a
usted y a todos los que caminaron con mi tío en la mejor parte de su recorrido.
Que bonita cronica de vida y homenaje postumo a un ser especial , sentidas condolencias
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