Por James Cifuentes Maldonado
Soy consciente que lo que yo como opinador piense y diga ni quita ni pone, pero me siento inmensamente afortunado porque entiendo que hay otros territorios y otros sistemas políticos en el mundo en los que opinar no es tan fácil, por lo menos no sin que ello tenga consecuencias. La libertad de expresión es una de las mayores conquistas del mundo moderno y quizás las generaciones mas recientes no comprenden su valor como la mayor garantía que nos brinda la democracia, porque como sociedad ya hemos avanzado y poder decir lo que se piensa constituye un mínimo irreversible e innegociable.
En diciembre pasado tuve la oportunidad de intervenir en una jornada académica sobre derecho disciplinario organizado por el Ministerio de las TIC en la que se abordó el derecho de expresión en el contexto de la función pública y como parte de la dinámica de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones; en dicho evento se trató de establecer el grosor de esa delicada línea que divide la libertad de expresión frente a otras premisas como el deber de informar y especialmente frente a la integridad y el buen nombre de las personas que eventualmente se pueden ver afectadas por una opinión sin fundamento o por una información falsa.
Se hizo referencia a varios pronunciamientos de las autoridades judiciales y especialmente de la Corte Constitucional en los que, en suma, se concluye que por su naturaleza fundamental no es fácil y no es conveniente pensar en poner límites al derecho de expresión sin pisar los terrenos de la censura, es decir que de alguna forma por estos días en los que las redes sociales y los medios de comunicación son esas tribunas en las que cualquiera puede manifestar lo que sea, incluso lo que no sepa o no le conste, esa especie de abuso o de arbitrariedad con las que se hacen algunas afirmaciones, es una carga que todos los ciudadanos debemos soportar, algo así como un sacrificio que la humanidad tiene que hacer, que se justifica en función del derecho mismo de expresión. En otras palabras, es preferible que la mayoría diga mentiras si permitirlo es útil para que la masa siga hablando y dentro de esa masa en algún rinconcito llegue a brillar la verdad.
Para ejemplo un solo botón basta: Encuentro inconveniente que desde las principales emisoras de radio de este país le abran sin límites los micrófonos al fiscal Barbosa no propiamente para que informe sobre sus ejecutorias y sobre las políticas de la investigación criminal sino para que mantenga ese pugilato que la prensa ha venido azuzando con Gustavo Petro y en el que el señor Francisco Barbosa en repetidas ocasiones le ha faltado al respeto, no a Petro como tal sino a la figura del Presidente de la República, refiriéndose al mismo sin ningún decoro, como si se tratara de pares o iguales y en mi sentir no lo son.
El expresidente Iván Duque no fue santo de mi devoción, pero en la oportunidad que tuve de estar en un evento oficial con él sentí la majestad de su cargo, porque quien me hablaba no era el ciudadano Duque sino mi presidente, así no hubiera votado por él. De eso se trata la democracia, yo lo tengo claro y por eso asumo la desgracia de tener que seguir soportando al señor fiscal haciendo política por radio, abusando de su cargo.