miércoles, 31 de enero de 2024

Miscelánea - El igualado


 

 

Por James Cifuentes Maldonado

 

 

Soy consciente que lo que yo como opinador piense y diga ni quita ni pone, pero me siento inmensamente afortunado porque entiendo que hay otros territorios y otros sistemas políticos en el mundo en los que opinar no es tan fácil, por lo menos no sin que ello tenga consecuencias. La libertad de expresión es una de las mayores conquistas del mundo moderno y quizás las generaciones mas recientes no comprenden su valor como la mayor garantía que nos brinda la democracia, porque como sociedad ya hemos avanzado y poder decir lo que se piensa constituye un mínimo irreversible e innegociable.

 

En diciembre pasado tuve la oportunidad de intervenir en una jornada académica sobre derecho disciplinario organizado por el Ministerio de las TIC en la que se abordó el derecho de expresión en el contexto de la función pública y como parte de la dinámica de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones; en dicho evento se trató de establecer el grosor de esa delicada línea que divide la libertad de expresión frente a otras premisas como el deber de informar y especialmente frente a la integridad y el buen nombre de las personas que eventualmente se pueden ver afectadas por una opinión sin fundamento o por una información falsa.

 

Se hizo referencia a varios pronunciamientos de las autoridades judiciales y especialmente de la Corte Constitucional en los que, en suma, se concluye que por su naturaleza fundamental no es fácil y no es conveniente pensar en poner límites al derecho de expresión sin pisar los terrenos de la censura, es decir que de alguna forma por estos días en los que las redes sociales y los medios de comunicación  son esas tribunas en las que cualquiera puede manifestar lo que sea, incluso lo que no sepa o no le conste, esa especie de abuso o de arbitrariedad con las que se hacen algunas afirmaciones, es una carga que todos los ciudadanos debemos soportar, algo así como un sacrificio que la humanidad tiene que hacer, que se justifica en función del derecho mismo de expresión. En otras palabras, es preferible que la mayoría diga mentiras si permitirlo es útil para que la masa siga hablando y dentro de esa masa en algún rinconcito llegue a brillar la verdad.

 

Para ejemplo un solo botón basta: Encuentro inconveniente que desde las principales emisoras de radio de este país le abran sin límites los micrófonos al fiscal Barbosa no propiamente para que informe sobre sus ejecutorias y sobre las políticas de la investigación criminal sino para que mantenga ese pugilato que la prensa ha venido azuzando con  Gustavo Petro y en el que el señor Francisco Barbosa en repetidas ocasiones le ha faltado al respeto, no a Petro como tal sino a la figura del Presidente de la República, refiriéndose al mismo sin ningún decoro, como si se tratara de pares o iguales y en mi sentir no lo son.

 

El expresidente Iván Duque no fue santo de mi devoción, pero en la oportunidad que tuve de estar en un evento oficial con él sentí la majestad de su cargo, porque quien me hablaba no era el ciudadano Duque sino mi presidente, así no hubiera votado por él. De eso se trata la democracia, yo lo tengo claro y por eso asumo la desgracia de tener que seguir soportando al señor fiscal haciendo política por radio, abusando de su cargo. 

miércoles, 17 de enero de 2024

Tío Alberto

En memoria de José Alberto Maldonado Marulanda
2 de agosto de 1960 - 15 de enero de 2024


Por James Cifuentes Maldonado  

  

  

Me preguntaron por qué el tío Alberto era tan especial; no tuve una respuesta clara ni inmediata; atiné a decir que era distinto, diferente a los otros hijos varones que tuvieron mis abuelos maternos.  La verdad no compartí con él tanto como hubiera querido, pero las contadas ocasiones en que pude hacerlo, algunas temporadas que pasó en mi casa, al cuidado de mi mamá, conocí a un ser sencillo, recursivo, laborioso, con una gran imaginación, pero con los sueños cortos e inmediatos, hechos apenas a la medida de lo que pudo conocer y aprender, nunca salió de Pereira y no estoy seguro de que haya terminado la primaria.    

  

Vivía día a día, nunca dejó de ser jornalero, primero del campo y luego de la construcción, con las mismas satisfacciones e ingratitudes que se narran en el tango de Pepe Aguirre; pasaba con entereza los tragos dulces y los amargos que el destino le sirvió en la copa de la vida, la vida que en su caso fue dura, injusta y que llegó a tener significado por las mujeres que amó y los hijos que le dejó al mundo, que ahí están, que salieron adelante y sólo ellos pueden dar cuenta de la conexión que tuvieron con su papá.  

  

Era un ser esencial, su principal valor era su humanidad, con todo lo que ello implica, con lo bueno y con lo no tan bueno, que es la condición que tenemos todos y que nos prohíbe o nos niega la autoridad moral de señalar o de juzgar. Mi tío Alberto solo fue culpable del pecado original que llevamos a cuestas desde que nacemos, por el mero hecho de existir y de ser; estigma que se remueve con la muerte que es la otra forma de empezar a vivir, en la eternidad a donde acaba de partir.   

  

Mi tío Alberto, no era el mismo del que habla la canción de Serrat, puesto que no tuvo títulos, ni cetro de oro ni corona, tampoco cató de todos los vinos ni anduvo por mil caminos, pero dio lo que pudo dar, compartió lo que tenía en su alacena y en sus bolsillos y especialmente nunca dejó de sonreír, ni en los momentos de mayor dureza, como cuando perdió la libertad y luego cuando estuvo a punto de perder una pierna por una fractura expuesta y rebelde que vino a sanar después de dos años.   

  

Él ya no está, una enfermedad silenciosa y no identificada apagó sus ojos a sus 63 años, pero su canción, como yo la entiendo, seguirá sonando, muy cercana a su último verso: “En el final del camino te esperó la sombra fresca de una piel dulce de 20 años donde olvidar los desengaños de diez lustros de amor … Tío Alberto”.  En mi repisa quedan el Ferrari de madera y la tractomula de cartón que hizo con sus propias manos, que un día me regaló y que hoy no tienen precio, en mi corazón y en mi mente queda lo más importante, su recuerdo, que hará que viva para siempre.   

 

PDTA. Los anteriores párrafos fueron escritos la mañana del 16 de enero de 2024, horas antes de las honras fúnebres de mi tío Alberto; la crónica muy compacta y resumida que aquí les he presentado corresponde a la perspectiva muy limitada que tuve de una persona a la que no conocí en toda su dimensión, pero a la que definitivamente me unía una gran afinidad, por razones que no puedo del todo explicar.  Así como la luna, mi tío Alberto tuvo una faz que nunca vi; en sus últimos años anduvo por escenarios en los que conoció a mucha gente e hizo parte de proyectos y obras que le dieron la plenitud de la que yo no sabía. Me avergüenzo por no haber estado ahí y no haber sido consciente de ello. 

 

Por suerte se dio la oportunidad para reivindicar ante mis ojos y mi ignorancia la vida y obra de mi tío quien literalmente construyó el templo donde habría de ser homenajeado y despedido para su viaje a la eternidad.  En la carrera 5ª entre calles 28 y 29 de Pereira, hay una capilla perteneciente a la Iglesia Católica Anglicana, congregación con la cual mi tío tuvo lazos muy estrechos y con la cual colaboró especialmente para levantar, durante casi dos décadas, los muros y hacer los acabados de ese bello lugar para el ejercicio de la fe cristiana, fe que él intentó seguir luchando permanentemente con sus escepticismos y sus dudas.  

 

El Padre Germán, con otros 5 sacerdotes, concelebró la misa más hermosa en la que yo haya estado.  Un acto muy cálido y muy intimo que trascendió lo litúrgico y se constituyó en el más grandioso testimonio sobre la vida de alguien, con todos los detalles que me hicieron comprender, para mi orgullo y gozo, que mi tío Alberto fue inmensamente querido e hizo parte de realizaciones de las que muchos de sus parientes no teníamos idea.  Gracias, padre Germán, a usted y a todos los que caminaron con mi tío en la mejor parte de su recorrido.