Por James Cifuentes Maldonado
Me negué en el cierre de 2020 a hacer balances, como es tan común hacerlo, porque sentí la necesidad de sacudirme de las percepciones que nos imponen los convencionalismos, porque sentí que el tiempo es uno solo y que los días, los meses, los años y las demás unidades de medida son eso, referencias, meros hitos que nos inventamos, por orden o por organización, pero que además terminan siendo barreras psicológicas que al final nos hacen conceptuar si determinado periodo ha sido bueno o ha sido malo, en función quizás de si conseguimos o no lo que esperábamos, lo que soñamos o lo que planeamos, lo cual, en este enfoque me parece apenas una muestra del misticismo que caracteriza a los seres humanos.
Si nos plegamos a una visión más objetiva, la existencia, la vida, el destino, no son cosas que a la larga dependan o puedan evaluarse por lo que sucede o no sucede en el lapso en el que la tierra le da la vuelta al sol o, en otras palabras, no veo como, por el mero hecho de que nos acostemos en un año y nos levantemos en otro, las cosas puedan tornarse mejores o peores, ni veo como ello pueda significar que los hechos que no se dieron ya no puedan ser y eso determine para una nación, para una empresa o para un individuo un resultado negativo, un lastre o una sentencia de fracaso.
Aunque por tradición a la media noche de todos los 31 de diciembre, antes de la oración que eleva mi madre, me como las 12 uvas, y pienso en los deseos que tengo para la nueva vigencia, lo cierto es que esos deseos siempre son los mismos, y me temo que no solo es mi caso, sino que aplica para todas las personas que practicamos este agüero, que es un acto de esperanza, importante por el nivel de conciencia y la energía que se concentra en este ejercicio, mientras dura; y digo, mientras dura, porque en la transición hacia el nuevo año, muchos de los que nos comemos las 12 uvas con los ojos cerrados, con la ilusión encendida por dentro, pidiendo por la salud propia y la de nuestra familia, por el trabajo, por la prosperidad y por la paz del mundo, nos entregamos a la celebración, nos emborrachamos y por supuesto recibimos el tiempo anhelado enguayabados y es posible que ni siquiera recordemos lo que prometimos la noche anterior.
Los que amanecen en mejores condiciones el 1 de enero, salen a hacer deporte porque tienen la extraña idea de que con ello van a determinar el rumbo de una vida sana para el resto del año, bajo la lógica no tan lógica de las cabañuelas. Pero todas esas manifestaciones, muy sensibles, muy populares, suelen ser flor de un día o a lo sumo de una semana, porque luego las cosas volverán a su cauce. Al encender la radio nos enteraremos de que, como dice la canción de Sandro “al final la vida sigue igual”; las noticias serán las mismas que todos los años, los mismos muertos, las mismas quejas, que el ajuste del salario es ridículo, que la carestía, que la corrupción, y día tras día los sueños y los propósitos de las 12 uvas se irán cumpliendo o desvaneciendo, y algunos se dedicarán a esperar que llegue otra vez diciembre para volver a soñar.
No digo que no se valga soñar; lo que digo es que, después de cerrar los ojos y pedirle a Dios, hay que abrirlos y actuar.